Les mencioné que iría al
césped bajo el árbol y ellos no se opusieron, ni menos enfadaron. Entre mis
amigos y yo existía un vínculo de comprensión tal, que no había necesidad de
explicar mi comportamiento. Simplemente partí con una sonrisa en los labios y
un adiós momentáneo en los ojos. Fui hasta el rincón más apartado del campus y
me senté plácidamente sobre el lozano pasto a la sombra del sauce.
Saqué un cuadernillo diminuto
de notas y me puse a garabatear unos ejercicios matemáticos. Ensayé unos
cuantos y luego me aburrí. Lo dejé y me puse a la labor de organizar mi bolso.
Descubrí que tenía guardados, papeles viejos y amarillos, trozos de lápices,
encendedores que no encendían, tres alfileres y una mano muerta. Vale, la mano
no, pero me preguntaba cuando aparecería.
Casi me hundí en el interior
del bolso, con ese olor a rancio característico en el, cuando sentí la presencia
de alguien. Ese alguien se sentó descarada y elegantemente a mi lado.
Tal vez no entendió, pero verme
en el rincón más solitario y bello del campus no demostraba precisamente que
quisiese compañía. Al menos, no por ahora.
Lentamente, quité la atención
del bolso hacia el extraño. Era un hombre que, curiosamente, no miraba el
desastre que estaba a mi alrededor, sino a la gente que se esparcía, allá
lejos. Cuando sintió mis ojos en su presencia me prestó atención como si fuese
algo que no quería, pero debía hacer.
–Hola– saludó. Su voz era tan
carente de emoción, como su cabeza de cabello. Pero en ningún caso aburrida,
digamos, solamente ausente de calidez.
–Mmm – respondí. Alcé un poco
la barbilla.
– ¿Cómo estás?– preguntó.
Aparentemente soslayó mi falta de motivación para hablar. Pestañeé varias veces
mientras observaba sus ojos marrones.
– ¿Qué?– escupí.
–Lo siento, ¿molesto?– inquirió
juguetón.
Suspiré grandilocuentemente y
volví a lo mío. Revolví muchas cosas, por aquí y allá.
–No, no– aseguré por educación.
Tal vez sólo necesitaba algún apunte y se iría feliz. Esa suposición originó
que volviese a taladrarlo con la mirada.
Pues, no tenía aspecto de
estudiante ya que no traía cuadernos ni mochila. Tampoco se diría que fuese un
profesor porque se le veía insólitamente joven para creer que en su habitación
colgaba un magister en pedagogía.
– ¿Si?– cuestionó él mi
escrutinio.
A eso respondí levantando una
ceja.
–Nada– afirmé. Sin embargo sonó
más a pregunta que a un delineamiento de territorio.
Aun así no bajé la mirada y me
concentré en su mandíbula cuadrada. Parecía dibujada al igual que los puntitos
nacientes de su barba. La nariz apuntaba angulosamente hacia el frente y sentí
una punzada de envidia. Ese tipo de nariz debería estar limitada a las portadas
de revistas y prohibidas en la vida real.
– ¿Te gusta?– dijo. Se tocó la
punta con una mano blanca de dedos alargados. Me pregunté cuantas papas fritas
podría agarrar a la vez y si su boca aguantaría tamaño aglutinamiento.
Hice una mofa y dije “no”
tajantemente.
El soltó una risa que iluminó
sus, hasta ahora, fríos ojos. Creía que su vaho dejaría una estela de nieve,
pero, claramente no ocurrió.
–Me gusta que no te agrade. A
todos les gusta– y se dio unos toquecitos en ella.
– ¿Qué quieres?– le corté.
Se sorprendió y dejó todo amago
de sonrisa al instante.
–Quiero muchas cosas ¿sabes?
Entre otras, normalidad. Pero eso, no viene al caso.
–Muy cuerdo– lo halagué. Aclaré
mi garganta y me dediqué con parsimonia a doblar un papel mientras imaginaba la
paz que tendría en estos momentos si este hombre no estuviese a mi lado.
–Pregunto de nuevo ¿molesto?–
repitió.
–Dime una cosa ¿acaso eres un
adivino que afirma sus certezas en forma de pregunta?
Sus facciones quedaron tiesas y
apostaría que sufría de bruxismo.
–Vaya– rezongó.
–Lo mismo digo– y le enseñé con
un gesto de mano el lugar donde se apiñaban la mayoría de los muchachos
buscando el sol.
–Sólo me acerqué porque…llamaste
mi atención.
–Lo sé– claudiqué.
Yo no era un payaso, ni mimo ni
mucho menos ostentaba algún peinado exótico. Sabía remotamente a que se
refería, pero no pude tragar el impacto de oír a un desconocido enrostrármelo.
Para mí era un tema asumido, pero no por eso, un tema que me haría feliz si
saliese a flote.
Esto no me gustaba, era
desagradable.
–Quería acercarme, pero noté
que no te haría gracia si lo hacía frente a tus amigos.
Claro que no, ¿a quién le sería
placentero si te humillaban frente a gente que querías?
Me callé e hice todo el
esfuerzo posible por tragar esa bola que se formaba en mi garganta.
–Me pareces una chica muy
linda–remató al fin.
Listo, lo había dicho.
Abrí mucho los ojos y lamenté
esa reacción. El viento me azotó y derramé más lágrimas de lo previsto. De
todas formas, logré ocultarlo como una incómoda piedrecita que se me metió en
el ojo.
Si yo estaba descompuesta, lo
de él era indescriptible.
–Y tú me pareces un chico muy
gordo. Y enano, además. – solté y bajé la mirada.
Él no era bajo, ni gordo.
Ostentaba una altura envidiable y era medianamente delgado excepto sus hombros
y cuello que eran anchos y macizos. Si lo dije fue para que entendiera hasta
qué punto se había equivocado conmigo. Yo no era una “chica linda” porque
siempre estaba sentada tranquilamente en el lado opuesto de esa definición.
Supuse que se escandalizó, sin
embargo, si lo hizo lo disimuló. Tal vez no estaba acostumbrado a recibir en la
misma medida el insulto.
– ¿Qué dices?– preguntó en un
susurro reprimido–Lo siento, no te sigo; ¿por qué dices que soy gordo y enano?
No es que me importe, pero no entien…
– ¿Por qué me dices chica
linda?– lo atajé. Contra mi voluntad de construir silencio y marcharme de su
lado, continué: – no es que me importe pero no comprendo tu intensión. ¿Te hice
algo, aun sin conocerte de nada? ¿Me odias sin motivo? ¿Qué?
Su cara era la consternación
hecha realidad.
– ¿Qué?–se escandalizó. Esa
palabra parecía un distintivo de nuestra conversación– Oye, no se trata de
ofender, pero ¿Tienes problemas paranoides?
Por lo visto, él enmendaba sus
errores zurciendo otros más grandes.
Consideré que él no merecía el
espectáculo que significa verme airada, así que metí todo a tientas y a locas
al bolso y me paré del lugar.
Él me imitó; también se levantó
pero fue más rápido que yo. Agarré el bolso de donde pude y me marché con
violencia.
Estaba a centímetros de dejar
el pasto por la gravilla cuando me detuvo, involuntariamente, una mano grande,
blanca y alargada por el hombro.
–Espera–murmuró.
Me enfurecí de tal modo que me
di la vuelta sobre los pies y le encajé una bofetada en la mejilla.
Al principio, apretó sólo sus
mandíbulas de forma que parecían masticar algo duro. Su expresión de mártir me
hizo soltar una risita tonta y fuera de lugar. Después acarició esa zona
enrojecida donde mis dedos estaban marcados y al momento de mirarme, la risa se
esfumó de mí en lo que dura un hipo.
–Además de problemas
paranoides, pareces disfrutar de las acciones colaterales que realizas si
mencionan tu enfermedad.
Vaya. Jamás me había topado con
alguien tan…tenaz.
–Espero que eso–señalé con los
ojos la marca enrojecida de su mejilla–haya puesto punto final a nuestra
conversación.
Me envaré aun más, para
entregar la ilusión de ser alta y severa.
Sus ojos, por otro lado, me
observaban con una expresión extraña. No supe reconocerla puesto que nunca me
habían mirado así y, también, porque el significado que le encontré no cabía en
una sola palabra. Esos ojos enormes, del color de las avellanas circundados por
pestañas naturalmente largas, poseían el tinte exacto de la desilusión; como si
hubiese ido por mi ayuda, y yo, malvada y descortés, se la había negado. Me
desconcertó esa especie de defraudación que intuí.
–Seguro. Ni lo dudes– proclamó
en voz baja. Suspiró, me clavó la mirada por última vez y se marchó.
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