DEMON'S FINAL.

12 ene 2013

CAPÍTULO 2


   Me quedé un momento anclada en el lugar, atisbando su nuca calva y sinuosa. No salió del campus, pero tampoco descubrí a donde fue.
   Encaminé mis pasos al bebedero; mis amigos, en la mayoría de las ocasiones se instalaban por ahí, en las bancas o en el suelo mismo. Transité ese trayecto sin percatarme si me desviaba o no, yo solamente había dado una orden a mi cerebro y esperaba que la cumpliera sin intervenciones mías.
   Iba con una sensación extraña en el pecho; tal vez había cometido un error. Sin embargo, él había iniciado esa escala enorme de errores, y esperaba de antemano que no ocurriera otra situación en la que él estuviese cerca.
   La parte superior de mi cabeza ardía y mis ojos se achicaban ante los rayo de sol. No necesité llegar hasta ellos, pues Nick había ido a mi encuentro. Me sujetó de las muñecas y me apartó hacia el techo de la torre principal del campus. Enseguida experimenté el fresco de la sombra.
   – ¿Qué ocurrió?– me preguntó con la respiración agitada.
   – ¿Con qué?– me desentendí.
   –Si le pegaste fue porque algo hizo mal contigo ¿No?– conjeturó sabiamente.
    Como mis ojos ya no se sentían heridos por el sol inmisericorde revisé el lugar con detalle y capté que uno que otro estudiante merodeando por allí despreocupadamente sobre el pasto.
   – ¿Estamos en break aún?–pregunté.
   Aparté un mechón oscuro de mi frente y le miré detenidamente. Estaba colorado como en todas las ocasiones que se exponía innecesariamente al sol y además, me pareció que se encontraba algo molesto.
   –Bueno, sí. Pero Noe, ¿qué hay del tipo? ¿Te dijo algo…am…feo? Porque si es así, yo…– y se hizo crujir los nudillos. Di un respingo.
   Entonces endurecí mi expresión.
   –La verdad es que si. No del todo pero si. Y, Nick, déjalo ¿quieres? No tiene caso, pues nunca más lo volveré a ver.
   Nick volvió a crujir los nudillos y omití todo comentario sobre ello.
   – ¿Qué te dijo?
   – Nicolás, ¿esto es un cuestionario?– le reclamé más divertida que molesta. Pero aquello no demostraba mi conformidad con el trato de Nick-FBI.
   –Si– contestó sin inmutarse. De hecho creo que se infló.
   – ¿Sabes? No tiene importancia; pasó y ya. ¿Comiste? Pues yo no, y eso que tenía un poquitín de hambre. Pero pensándolo bien, resistiría mejor las dos horas restantes con algo de carbohidratos en el intestino. Digo, no quiero que mi quejumbroso estómago te desconcentre cuando estés frente al profesor, ¿qué dices? ¿Una pizza?
   Lo tenté con una sonrisa de hermana pequeña y desalmada.
   Sin embargo él pareció embustirse mi charla por algún lado de su cuerpo que o era visible ante los demás. Enarcó una ceja.
   – ¿En serio eso es lo único que tienes para distraer?– inquirió con sarcasmo.
   –En realidad, no– informé haciendo además de mover los pechos como bailarina de Pasapoga.
   Él relajó las facciones y al final se rindió y rió conmigo.
   Nicolás, Nicoklaus o sencillamente Nick se encontraba en la lista de personas indispensables e imperdibles de mi vida.
   Lo amaba y él a mí. Más no éramos hermanos sanguíneos, ni novios ni ex novios. Tampoco nos hemos gustado alguna vez.
   Es extraño, lo sé. Nadie cree que la conexión que nos une está fuera de los parámetros convencionales. Pero creo que el amor es mucho más que una cogida de mano, un contrato matrimonial o una expresión carnal y efímera.
   Al menos conmigo funcionaba así. Y estaba completamente feliz por ello. Nicolás no se fijaba en mi “belleza” o en los movimientos femeninos que yo pudiese realizar; él no me trataba como una mujer, me trataba como un humano. Así también lo hacía yo con él.
  Partimos lentamente hacia el pasillo cerca de los bebederos. Me empujó, suave, dos veces, molestándome con el hombre aquel. Está de más decir que eso me hundió, pero no se lo dije porque por un extraño motivo eso me delataría; delataría lo mucho que me dolió esa corta conversación con el hombre calvo-rapado.
   Cuando estábamos cerca de mis amigos, Emily levantó una mano anormalmente pálida y lisa en señal de bienvenida. Respondí a su saludo con la misma alegría aunque por dentro continuaba desequilibrada. Todavía no sabía cómo interpretar lo sucedido recientemente. Claro, me sentía ofendida por la burla que hizo de mí y a la vez me carcomía esa especie de “auxilio” que atisbé en su mirada. Pero preferí dejar el tema; ya, más tarde tendría tiempo de analizar y descuartizarme.
   Emily estaba sentada en el suelo de cemento (del pasillo que llevaba a los bebederos) con esa naturalidad que siempre he admirado de ella. Emily era una chica libre, de mejillas coloradas, pelo castaño claro y con un acento intrincado. Ella vivió hasta los ocho años en Manhattan, Estados
Unidos, y nos contaba como un día cualquiera encontrabas un plasma tirado en la basura de la vereda, en buen estado y todo, lanzado allí sólo porque los dueños habían comprado algo mejor y más tecnológico. Yo le decía que un día de estos volara a Manhattan y nos trajera regalos gratis cortesía del tacho de la basura de la esquina. Entonces ella reía tanto que fácilmente podías contar sus dientes blancos y diminutos sin apuros.
   Emily también era una de mis personas favoritas e indispensables.
   A su lado estaba Leo, que era el más serio pero también el más sincero. Siempre podías contar con él y sus silencios eran una inyección de paz para mí. En realidad para todos.
   Si bien con Leo, Emily y Nick no compartíamos la misma sangre, apellidos o crianzas similares, nos considerábamos una pequeña familia extravagante.
   Me senté frente a Emily y al lado de Leo y sentí el frío cemento en mis piernas. Nick que se había rezagado no lo hizo. Alguien le había llamado desde otro grupo y él se disculpó con un gesto.
   –Ya vuelvo– anunció con esa sonrisa interminable.
   En cierto modo experimenté alivio, pues Nick ya no avivaría más preguntas sobre el hombre calvo frente a mis otros amigos, quienes no dejarían de azorarme a preguntas.
  –Okey– le respondió Emily.
   Me reí, no de ella, sino de la sensación reconfortante que me inundó la cercanía de ellos. El episodio con el hombre calvo parecía alejarse, hasta que…
   – ¿Qué ocurrió con ese chico?– inquirió ella, que de golpe y porrazo cambió su tradicional expresión de paz con el mundo a indignada. Un morral abierto y beige descansaba sobre su regazo dejando a la vista una botella con agua de té verde.
   –Mmm…, no lo sé–me escabullí. Mirando objetivamente, era una respuesta bastante sincera. «No lo sé»
   –Le pegaste, chica– bromeó Leo. Eso me sorprendió pues él se hallaba inmerso, con lentes y demases, en los deberes de Economía y nunca se despegada de ellos, ni nada referente a esa clase. De repente me azotó un horrible pensamiento: tal vez media población del campus había estado vigilando la bochornosa escena mientras yo sólo trataba de olvidarlo.
   –No, no es cierto. Así “pegar”, no. Más o menos.
   Leo levantó la cabeza de su cuaderno y me dedicó una de sus cejas que tan bien sabía levantar.
   –Bueno, si– concedí al fin, ante ese gesto.
   – ¿Por qué?– se extrañó Emily. Una ráfaga de aire desordenó su cabellos y ella lo apartó con sus dedos delicados– Que yo sepa tú no vas por la vida pegando a gente, así que debe existir un motivo.
   Suspiré tan fuerte que me dolió el esófago.
   – ¿Ya comieron?– consulté. Bien, esto no funcionó con Nick, pero tenía fervientes esperanzas a que si lo haría con Leo y Emily.
   Fue un acto mecánico, los dos esbozaron gestos faciales de incredulidad.
   Leo, que volvió a sus deberes y tenía la nariz hundida en ellos, dijo solemnemente:
   –Deberías ser más creativa. Siempre que estás ansiosa hablas de comida. Eso ya lo tenemos grabado, ¿verdad Emily?
    Emily asintió preocupada.
   –Chicos, en serio, no fue nada. Ya pasó. Sería mejor que revisáramos los ejercicios de Economía. Tengo dos, quizá, cinco que no me cuadran y…
   Noté el calor de mis mejillas. Pero aquí estaba fresco y aun así me sentía sofocada.
   –Podríamos hacerlo– se animó Leo mientras borraba y tachaba en un claro gesto de salvavidas hacía mi.
   Me sentí aliviada por ello, hasta ver la expresión de Emily que asintió y apretó los labios clavando su atención en el suelo. No obstante, de pronto, Emily soltó un grito mirando su reloj de pulsera:
   Good Lord! You are kidding me!? Shit, oh god… (*)
   –Emily, no creo que sea de buena educación vincular en una sola frase las palabras “Dios” y “mierda”– observé.
   Leo soltó una risotada y Emily puso los ojos blancos y traduje aquello como un mal augurio.
   – ¡Hace cinco minutos deberíamos estar en clases! ¡Vamos! Ya saben cómo es Leonard, un neurótico, si, pero dirá que no estamos aptos para futuras negociaciones si llegamos tarde a clases. Puede bajarnos la nota, ya saben lo…
  –Emily, Thank you– Leo detuvo a mi amiga. Cerró fuertemente el cuaderno y lo lanzó sin miramientos a la mochila. Nos levantamos y a Emily se le cayó la botella. La recogió y partimos.
   Nick nos alcanzó con gesto relajado junto a otros tres compañeros que no paraban de reír. Al menos la reprimenda sería compartida.
   Leonardo o Leonard como lo llama Emily es nuestro profesor de Gestión Publicitaria y Economía. Frente a él cualquiera se sentía de vuelta a la básica, así que no era de extrañarse que nos comportáramos así.
   Cuando entramos a la sala (ubicada sólo a unos largos metros más allá del los bebederos) la mitad de la clase se hallaba inmersa corrigiendo a última hora los deberes.
   Fue bastante tranquilizador mirar la mesa principal sin Leonardo; esto significaba que el retrasado era él. Sonreí para mis adentros ante la doble intención de la frase.
   – ¿Qué tal? ¿Consiguieron la cinco? Pues yo si– dijo Nick detrás de mí. Me di vuelta con Emily a mi lado y vi que él blandía una hoja blanca en la mano como bandera de conquista. Luego agregó: – Como soy la solidaridad personificada o Nicoklaus se las regalo, chicas y Leo– inclinó la cabeza para mirar a Leo.
   –No, gracias, prefiero quedarme con mi versión del asunto. – dijo Leo.
   –Como quieras– respondió Nick para nada ofendido, sonriendo. Nos miró, a Emily y a mí y preguntó blandiendo la hoja frente a nuestras narices: – ¿Chicas, qué dicen?
    Rayos, justamente la cinco era mi talón de Aquiles. Sopesé la característica negativa de copiar trabajos ajenos y opté por hacer el bien.
   –Dámela– ordené a Nick. Él me la entregó complacido y me senté en un banco de la primera fila, cerca de las ventanas con Emily, por supuesto, a mi lado. Nick y Leo se acomodaron detrás de nosotras y se enfrascaron en una discusión distendida sobre videojuegos, a la cual no presté atención.
   – ¿Crees que estará correcta?– inquirió Emily mordisqueándose el labio inferior mirando de reojo la hoja– Anoche habré intentado unas seis veces y nada. Nunca me dio.
   –Fé ante todo– contesté. Saqué el primer lápiz que encontré y me dispuse a copiar. Emily hizo lo mismo, sonriendo.
   Tres segundos después, el veterano y huraño Leonardo llegaba rengueando a la clase. Traía un montón de cuadernos apilados sobre sus brazos y eso le ponía de peor humor. Detrás de él venían dos hombres, charlando sin preocupación alguna e ignorando los gestos de Leonardo.
  Me fijé inadecuadamente quienes eran esos hombres puesto que jamás nadie había osado colarse en las clases de Leonardo; era como un suicidio personal más o menos. Uno de ellos lo reconocí de inmediato, pues era nuestro jefe de carrera, barrigudo, de aspecto respetable y sonrisa educada. El otro…bueno me dio un vuelco al corazón porque el otro hombre el muchacho calvo que me había hablado hace poco.
   No logré hilvanar pensamiento alguno, sólo fui capaz de atender a los acontecimientos que pronto iniciarían un cambio feroz en mi apacible y corriente vida.


(*)Traducción: “Dios mío, estás bromeándome?! Mierda, oh dios…


13 dic 2012

CAPÍTULO 1


   Les mencioné que iría al césped bajo el árbol y ellos no se opusieron, ni menos enfadaron. Entre mis amigos y yo existía un vínculo de comprensión tal, que no había necesidad de explicar mi comportamiento. Simplemente partí con una sonrisa en los labios y un adiós momentáneo en los ojos. Fui hasta el rincón más apartado del campus y me senté plácidamente sobre el lozano pasto a la sombra del sauce.
   Saqué un cuadernillo diminuto de notas y me puse a garabatear unos ejercicios matemáticos. Ensayé unos cuantos y luego me aburrí. Lo dejé y me puse a la labor de organizar mi bolso. Descubrí que tenía guardados, papeles viejos y amarillos, trozos de lápices, encendedores que no encendían, tres alfileres y una mano muerta. Vale, la mano no, pero me preguntaba cuando aparecería.
   Casi me hundí en el interior del bolso, con ese olor a rancio característico en el, cuando sentí la presencia de alguien. Ese alguien se sentó descarada y elegantemente a mi lado.
   Tal vez no entendió, pero verme en el rincón más solitario y bello del campus no demostraba precisamente que quisiese compañía. Al menos, no por ahora.
   Lentamente, quité la atención del bolso hacia el extraño. Era un hombre que, curiosamente, no miraba el desastre que estaba a mi alrededor, sino a la gente que se esparcía, allá lejos. Cuando sintió mis ojos en su presencia me prestó atención como si fuese algo que no quería, pero debía hacer.
   –Hola– saludó. Su voz era tan carente de emoción, como su cabeza de cabello. Pero en ningún caso aburrida, digamos, solamente ausente de calidez.
   –Mmm – respondí. Alcé un poco la barbilla.
   – ¿Cómo estás?– preguntó. Aparentemente soslayó mi falta de motivación para hablar. Pestañeé varias veces mientras observaba sus ojos marrones.
   – ¿Qué?– escupí.
   –Lo siento, ¿molesto?– inquirió juguetón.
   Suspiré grandilocuentemente y volví a lo mío. Revolví muchas cosas, por aquí y allá.
   –No, no– aseguré por educación. Tal vez sólo necesitaba algún apunte y se iría feliz. Esa suposición originó que volviese a taladrarlo con la mirada.
   Pues, no tenía aspecto de estudiante ya que no traía cuadernos ni mochila. Tampoco se diría que fuese un profesor porque se le veía insólitamente joven para creer que en su habitación colgaba un magister en pedagogía.
   – ¿Si?– cuestionó él mi escrutinio.
   A eso respondí levantando una ceja.
   –Nada– afirmé. Sin embargo sonó más a pregunta que a un delineamiento de territorio.
   Aun así no bajé la mirada y me concentré en su mandíbula cuadrada. Parecía dibujada al igual que los puntitos nacientes de su barba. La nariz apuntaba angulosamente hacia el frente y sentí una punzada de envidia. Ese tipo de nariz debería estar limitada a las portadas de revistas y prohibidas en la vida real.
   – ¿Te gusta?– dijo. Se tocó la punta con una mano blanca de dedos alargados. Me pregunté cuantas papas fritas podría agarrar a la vez y si su boca aguantaría tamaño aglutinamiento.
   Hice una mofa y dije “no” tajantemente.
   El soltó una risa que iluminó sus, hasta ahora, fríos ojos. Creía que su vaho dejaría una estela de nieve, pero, claramente no ocurrió.
   –Me gusta que no te agrade. A todos les gusta– y se dio unos toquecitos en ella.
   – ¿Qué quieres?– le corté.
   Se sorprendió y dejó todo amago de sonrisa al instante.
   –Quiero muchas cosas ¿sabes? Entre otras, normalidad. Pero eso, no viene al caso.
   –Muy cuerdo– lo halagué. Aclaré mi garganta y me dediqué con parsimonia a doblar un papel mientras imaginaba la paz que tendría en estos momentos si este hombre no estuviese a mi lado.
   –Pregunto de nuevo ¿molesto?– repitió.
   –Dime una cosa ¿acaso eres un adivino que afirma sus certezas en forma de pregunta?
   Sus facciones quedaron tiesas y apostaría que sufría de bruxismo.
   –Vaya– rezongó.
   –Lo mismo digo– y le enseñé con un gesto de mano el lugar donde se apiñaban la mayoría de los muchachos buscando el sol.
   –Sólo me acerqué porque…llamaste mi atención.
   –Lo sé– claudiqué.
   Yo no era un payaso, ni mimo ni mucho menos ostentaba algún peinado exótico. Sabía remotamente a que se refería, pero no pude tragar el impacto de oír a un desconocido enrostrármelo. Para mí era un tema asumido, pero no por eso, un tema que me haría feliz si saliese a flote.
   Esto no me gustaba, era desagradable.
   –Quería acercarme, pero noté que no te haría gracia si lo hacía frente a tus amigos.
   Claro que no, ¿a quién le sería placentero si te humillaban frente a gente que querías?
   Me callé e hice todo el esfuerzo posible por tragar esa bola que se formaba en mi garganta.
   –Me pareces una chica muy linda–remató al fin.
   Listo, lo había dicho.
   Abrí mucho los ojos y lamenté esa reacción. El viento me azotó y derramé más lágrimas de lo previsto. De todas formas, logré ocultarlo como una incómoda piedrecita que se me metió en el ojo.
   Si yo estaba descompuesta, lo de él era indescriptible.
   –Y tú me pareces un chico muy gordo. Y enano, además. – solté y bajé la mirada.
   Él no era bajo, ni gordo. Ostentaba una altura envidiable y era medianamente delgado excepto sus hombros y cuello que eran anchos y macizos. Si lo dije fue para que entendiera hasta qué punto se había equivocado conmigo. Yo no era una “chica linda” porque siempre estaba sentada tranquilamente en el lado opuesto de esa definición.
   Supuse que se escandalizó, sin embargo, si lo hizo lo disimuló. Tal vez no estaba acostumbrado a recibir en la misma medida el insulto.
  – ¿Qué dices?– preguntó en un susurro reprimido–Lo siento, no te sigo; ¿por qué dices que soy gordo y enano? No es que me importe, pero no entien…
   – ¿Por qué me dices chica linda?– lo atajé. Contra mi voluntad de construir silencio y marcharme de su lado, continué: – no es que me importe pero no comprendo tu intensión. ¿Te hice algo, aun sin conocerte de nada? ¿Me odias sin motivo? ¿Qué?
   Su cara era la consternación hecha realidad.
   – ¿Qué?–se escandalizó. Esa palabra parecía un distintivo de nuestra conversación– Oye, no se trata de ofender, pero ¿Tienes problemas paranoides?
   Por lo visto, él enmendaba sus errores zurciendo otros más grandes.
   Consideré que él no merecía el espectáculo que significa verme airada, así que metí todo a tientas y a locas al bolso y me paré del lugar.
   Él me imitó; también se levantó pero fue más rápido que yo. Agarré el bolso de donde pude y me marché con violencia.
   Estaba a centímetros de dejar el pasto por la gravilla cuando me detuvo, involuntariamente, una mano grande, blanca y alargada por el hombro.
    –Espera–murmuró.
   Me enfurecí de tal modo que me di la vuelta sobre los pies y le encajé una bofetada en la mejilla.
   Al principio, apretó sólo sus mandíbulas de forma que parecían masticar algo duro. Su expresión de mártir me hizo soltar una risita tonta y fuera de lugar. Después acarició esa zona enrojecida donde mis dedos estaban marcados y al momento de mirarme, la risa se esfumó de mí en lo que dura un hipo.
   –Además de problemas paranoides, pareces disfrutar de las acciones colaterales que realizas si mencionan tu enfermedad.
   Vaya. Jamás me había topado con alguien tan…tenaz.
   –Espero que eso–señalé con los ojos la marca enrojecida de su mejilla–haya puesto punto final a nuestra conversación.
   Me envaré aun más, para entregar la ilusión de ser alta y severa.
   Sus ojos, por otro lado, me observaban con una expresión extraña. No supe reconocerla puesto que nunca me habían mirado así y, también, porque el significado que le encontré no cabía en una sola palabra. Esos ojos enormes, del color de las avellanas circundados por pestañas naturalmente largas, poseían el tinte exacto de la desilusión; como si hubiese ido por mi ayuda, y yo, malvada y descortés, se la había negado. Me desconcertó esa especie de defraudación que intuí.
   –Seguro. Ni lo dudes– proclamó en voz baja. Suspiró, me clavó la mirada por última vez y se marchó.